No, no vamos a hablar de algún fetichismo curioso, siento la desilusión.
El otro día estaba contando mi anécdota número n y saqué dos conclusiones:
La gente está fatal.
Yo estoy fatal.
Sentaos que empieza el cuento...
Hace muchos años, en una céntrica plaza de Madrid, la joven Rosquilla bajó a la calle en su descanso de media mañana a fumarse un cigarro.
Ella ya sabía que fumar era malo, pero aún así, apoyada en el quicio de la puerta, dio fuego a su cigarro y se dispuso a mirar a la nada.
Unos instantes después de la primera calada, una señora mayor se acercó sigilosamente. Tal vez necesitaba confirmar una dirección, saber la hora o simplemente entrar en el mismo edificio.
Pero la realidad, esa que siempre supera a la ficción, era muy distinta.
- Señorita, ¿sería tan amable de echarme humo en el oído?
- ¿Cómo?
- Que si me puedes echar humo en el oído. Tengo un dolor espantoso, una otitis de esas. Me han dicho que el humo alivia.
- Pero, ¿está segura de que esto es bueno?, ¿ha ido al médico?
- Sí, sí, pero tú échame humo en el oído.
Y así, sin plantearse si había o no cámara oculta y repartiendo humo placebo, curó el oído de la señora.
Publicar un comentario